Copa Davis: Suiza campeón

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Updated: November 23, 2014

Roger Federer escala un piso más en el Olimpo del deporte, donde ya solo puede compararse con los mejores de cualquier disciplina (Michael Jordan, Jack Nicklaus, Michael Phelps…) tras destruir por 6-4, 6-2 y 6-2 a Richard Gasquet y sellar la victoria de su selección en la final de la Copa Davis (Francia, 1-Suiza, 3).

Para celebrar el gran título que le faltaba y derribar la puerta que le coloca en tan heráldica compañía, el campeón de 17 grandes no utiliza la fuerza, el músculo o la potencia. Al contrario. En un encuentro de la máxima tensión, al que llega con la espalda dolorida, Federer despliega lo mejor de su repertorio, que es como decir que Baríshnikov se calzó las zapatillas inspirado o que Paganini tocó el violín intentando impresionar a alguien. El suizo deja una actuación rebosante de sutileza, muy concreta en los momentos clave, y decidida de principio a fin. Gasquet, empequeñecido pese al apoyo de la grada, solo pude hacerle una reverencia. Abran paso, que llega Federer.

“¡Richard! ¡Richard!”, ruge el público de Lille, que cree porque quiere, no porque los precedentes le animen a tener fe en un tenista de carácter impresionable y pecho frio. “¡Richard! ¡Richard!”, le anima la grada, hasta que Federer empieza a competir como compiten los grandes las finales. Sin concesiones. Sin fisuras. Sin dudas. En toda la primera manga, Gasquet solo se apunta cuatro puntos al resto. El gentío intenta rescatarle cuando Federer saca por el primer parcial (“¡A las armas, ciudadanos!”, cantan en pie 27.448 gargantas, récord en un partido de tenis), pero hace ya tiempo que el suizo sabe que su victoria es el único destino de ese partido.

A los 28 años, el número 26 mundial es demasiado previsible en su permanente ataque con bola alta sobre el revés de Federer. Como eso permite a su rival leer la jugada con antelación, empieza a ocurrir lo que hace años se daba por seguro y ahora no es tan frecuente. Federer está siempre en el lugar correcto y en el momento adecuado, sin correr ni despeinarse. Federer empieza a tener tiempo para taparse el revés y golpear con su drive, que es como permitir que Zeus deje de levantar el escudo y empiece a empuñar sus rayos. Federer lo ve ya todo tan claro, la pista se le hace tan grande y Gasquet tan pequeño, un niño perdido en un prado, que empieza a lanzar dejadas envenenadas y a jugarse ganadores directamente desde el resto. La bola, como imantada, cae siempre donde más daño puede hacerle a Gasquet, que parece estar deseando irse al vestuario para preguntarle a Jo-Wilfried Tsonga, el titular, si los dolores que dicen sentir de verdad eran tan fuertes como para ponerle a él en una situación tan comprometida.

Y Federer que empieza a volar sobre la pista. La luz del astro ciega a Gasquet, que golpea todas las pelotas a la defensiva, sin posibilidad de elaborar un plan, porque a los 33 años Federer está en su salsa. Tira desde el fondo. Se atreve a algún chip and charge, majestuoso en sus livianas zancadas hacia la red. Domina por tierra mar y aire: Gasquet no tiene un solo punto de break en todo el duelo, y cada vez que Federer le ofrece un mínimo resquicio, lo desaprovecha.

Cuando el suizo cuelgue la raqueta y se pueda escribir el capítulo final de su leyenda, este título de la Davis merecerá letras doradas. Con cuatro hijos, 33 años y miles de partidos en las piernas, el campeón de 17 grandes fue capaz de transformar un escenario de pesadilla en uno de ensueño. Llegó a Lille sin saber si iba a poder competir, porque la espalda le había hecho renunciar a la final de la Copa de Maestros. Se enfrentó en esas circunstancias imposibles, y sin entrenamientos, a la adaptación del cemento a la arcilla. Superó un viernes mediocre (derrota con Monfils) para crecer el sábado (victoria con Wawrinka en el dobles) y brillar el domingo levantando una Copa que le faltaba. Lloró, como en otras ocasiones, pero sobre todo lo celebró a lo grande. En el Olimpo de los dioses del deporte se reina sonriendo.

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